Recuerdo que en clase de historia me dijeron que Mona Lisa no tenía cejas. Mi profesor explicó que tenían diferentes estándares de belleza hace 500 años. Me lo creí. Mi mente adolescente conjuró escenarios extraños en los que las chicas de mi escuela empezaron a readoptar esta tendencia. Pantalones de campana… Modrobes… no parecía demasiado descabellado.
Mi mente divagó aún más. Me imaginé a las mujeres de la época de Shakespeare dedicando tiempo a afeitarse las cejas. Imaginé conversaciones entre mujeres sobre la frecuencia con la que había que hacerlo. Me obligué a que todo tuviera sentido y finalmente lo tuvo. Cada vez que veía la Mona Lisa, me acordaba de la hipótesis de la belleza de la cara desnuda. No es una hipótesis oficial… pero es lo que yo llamo.
En 2006, un escáner multiespectral reveló la existencia de un pelo de la ceja e insinúa los vivos colores ocultos tras los años de barniz.
En 2012, se reveló que una imitación barata era obra del aprendiz de Leonardo. El Museo del Prado descubrió un fondo colorido e inacabado tras un repinte negro. Las pruebas químicas confirmaron que se añadió en algún momento después de 1750.
Los análisis de rayos infrarrojos y de rayos X confirmaron que había detalles idénticos bajo las capas de pintura. Esto reveló un proceso paralelo entre maestro y alumno.
«…apoyando la hipótesis de un «duplicado» de taller producido al mismo tiempo y con acceso directo al proceso gradual de creación de la obra original de Leonardo.» – Estudio de la copia de La Gioconda del Museo del Prado