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Epiklesis (invocatio en latín) es el nombre de una oración que aparece en todas las liturgias orientales (y originalmente también en las occidentales) después de las palabras de la Institución, en la que el celebrante reza para que Dios envíe su Espíritu Santo para convertir este pan y este vino en el Cuerpo y la Sangre de su Hijo. Esta forma ha dado lugar a una de las principales controversias entre las Iglesias orientales y occidentales, ya que todos los cismáticos orientales creen ahora que la epíclesis, y no las palabras de la Institución, es la forma esencial (o al menos el complemento esencial) del sacramento.
Forma de la epíclesis
Es cierto que todas las liturgias antiguas contenían dicha oración. Por ejemplo, la Liturgia de las Constituciones Apostólicas, inmediatamente después de la recitación de las palabras de la Institución, pasa a la Anámnesis «Recordando, pues, su Pasión…» en la que aparecen las palabras: «Tú, el Dios que no carece de nada, complaciéndote con ellas (las Ofrendas) para el honor de tu Cristo, y enviando tu Espíritu Santo sobre este sacrificio, el testigo de la Pasión del Señor Jesús, para manifestar (opos apophene) este pan como el Cuerpo de tu Cristo y este cáliz como la Sangre de tu Cristo…» (Brightman, Liturgies Eastern and Western, I, 21). Así, las liturgias griega y siria de Santiago (ibíd., 54, 88-89), las alejandrinas (ibíd., 134, 179), el rito abisinio (ibíd., 233), las de los nestorianos (ibíd., 287) y los armenios (ibíd., 439). La Epíclesis en la Liturgia Bizantina de San Juan Crisóstomo se dice así: «Te ofrecemos este sacrificio razonable e incruento; y te suplicamos, te pedimos, te rogamos que Tú, enviando tu Espíritu Santo sobre nosotros y sobre estos presentes dones» (el Diácono dice: «Bendice, Señor el santo pan») «conviertas este pan en el Precioso Cuerpo de tu Cristo» (Diácono: «Amén. Bendice, Señor, el santo cáliz»): «y lo que está en este cáliz, la Preciosa Sangre de Tu Cristo» (Diácono: «Amén. Bendice, Señor, ambos»), «cambiándolos por Tu Santo Espíritu» (Diácono: «Amén, Amén, Amén»). (Brightman, op. cit., I 386-387).
Tampoco hay duda de que los ritos occidentales en un tiempo contenían invocaciones similares. La liturgia galicana tenía formas variables según la fiesta. La de la Circuncisión era: «Hæc nos, Domine, instituta et præcepta retinentes suppliciter oramus uti hoc sacrificium suscipere et benedicere et sanctificare digneris: ut fiat nobis eucharistia legitima in tuo Filiique tui nomine et Spiritus sancti, in transformationem corporis ac sanguinis domini Dei nostri Jesu Christi unigeniti tui, per quem omnia creas…» (Duchesne, «Origines du culte chrétien», 2ª ed., París, 1898, p. 208, tomado de San Germano de París, m. 576). Hay muchas alusiones a la invocación galicana, por ejemplo San Isidoro de Sevilla (De eccl. officiis, I, 15, etc.). También el rito romano tuvo en su día una epíclesis después de las palabras de la institución. El Papa Gelasio I (492-496) se refiere a ella claramente: «Quomodo ad divini mysterii consecrationem coelestis Spiritus adveniet, si sacerdos…criminosis plenus actionibus reprobetur?» («Epp. Fragm.», vii, en Thiel, «Epp. Rom. Pont.», I, 486). Watterich (Der Konsekrationsmoment im h. Abendmahl, 1896, págs. 133 y ss.) aporta otras evidencias de la antigua invocación romana. él (pág. 166) y Drews (Entstehungsgesch. des Kanons, 1902, pág. 28) piensan que varios secretos del sacramentario leonino eran originalmente invocaciones (véase el artículo CANON DE LA MISA). De la cláusula esencial que queda fuera de nuestra oración: «Supplices te rogamus» (Duchesne, op. cit., 173-5). Parece que una temprana insistencia en las palabras de la Institución como forma de Consagración (ver, por ejemplo, Pseudo-Ambrose, «De Mysteriis», IX, 52, y «De Sacramentis», IV, 4, 14-15, 23; St. Agustín, Sermón 227) condujo en Occidente al descuido y la mutilación de la Epíclesis.
Origen
Hay que tener en cuenta que la Epíclesis para la Sagrada Eucaristía es sólo una de las muchas formas de este tipo. En otros sacramentos y bendiciones se utilizaban oraciones similares, para pedir a Dios que enviara su Espíritu Santo para santificar el asunto. Había una Epiklesis para el agua del bautismo. Tertuliano (Sobre el bautismo 4), Optato de Mileve («De schism. Don., III, ii, VI, iii, en «Corp. Script. eccl. Latin.», vol. XXVI, 69, 148, 149), San Jerónimo (Contra Lucif., vi, vii), San Agustín (Sobre el Bautismo V.20 y V.27), en Occidente; y San Basilio (Sobre el Espíritu Santo 15.35), San Gregorio de Nisa (Orat. cat. magn. xxxiii), y San Cirilo de Jerusalén (Cat. iii, 3), en Oriente, se refieren a él. En Egipto, especialmente, las Epiklesis se utilizaban para bendecir el vino, el aceite, la leche, etc. En todos estos casos (incluido el de la Sagrada Eucaristía) la idea de invocar al Espíritu Santo para que santifique es una idea natural derivada de la Escritura (Joel 3:5; Hechos 2:21: ho an epikalesetai to onoma kyriou . . .; cf. Romanos 10:13; 1 Corintios 1:2). El hecho de que en la Liturgia la Invocación ocurra después de las palabras de la Institución es sólo un caso más de los muchos que demuestran que la gente no se preocupaba mucho por el instante exacto en que se completaba toda la esencia del sacramento. Consideraban toda la oración de Consagración como una simple cosa. En ella aparecen siempre las palabras de la Institución (con la dudosa excepción del rito nestoriano); creían que Cristo, según su promesa, haría el resto. Pero no preguntaron en qué momento exacto se produce el cambio. Además de las palabras de la Institución hay muchas otras bendiciones, oraciones y signos de la cruz, algunos de los cuales vinieron antes y otros después de las palabras, y todos, incluyendo las palabras mismas, se combinan para formar el único Canon cuyo efecto es la Transubstanciación. Así también en nuestros servicios de bautismo y ordenación, parte de las formas y oraciones cuyo efecto es la gracia sacramental viene, en orden de tiempo, después de las palabras esenciales. No fue hasta la época escolástica que los teólogos empezaron a discutir sobre el mínimo de forma requerido para la esencia de cada sacramento.
La controversia
La Iglesia católica ha decidido la cuestión haciendo que nos arrodillemos y adoremos la Sagrada Eucaristía inmediatamente después de las palabras de la Institución, y dejando que su antigua Invocación prácticamente desaparezca. Por otro lado, todos los teólogos ortodoxos consideran que la Epíclesis es al menos una parte esencial de la Consagración. En esta cuestión tienen dos escuelas. Algunos, como Peter Mogilas, por ejemplo, consideran que sólo la Epíclesis es consagratoria (Kimmel, Monumenta fidei eccl. orient., Jena, 1850, I, 180), de modo que presumiblemente las palabras de la Institución podrían omitirse sin afectar la validez del sacramento. Pero el mayor número, y ahora aparentemente todos, requieren también las palabras de la Institución. Deben decirse, no sólo históricamente, sino como la primera parte de la forma esencial; siembran, por así decirlo, la semilla que brota y se perfecciona con la Epíclesis. Ambos elementos, pues, son esenciales. Esta es la teoría defendida por sus teólogos en el Concilio de Florencia (1439). Una delegación de latinos y griegos fue designada entonces para discutir la cuestión. Los griegos sostuvieron que ambas formas son necesarias, que la Transubstanciación no tiene lugar hasta que se pronuncia la segunda (la Epíclesis), y que el «Supplices te rogamus» latino es una verdadera Epíclesis que tiene el mismo efecto que la suya. Por otro lado, el dominico Juan de Torquemada defendió la posición occidental de que las palabras de la Institución consagran por sí solas y de inmediato (Hardouin IX, 977 sqq.). El decreto del concilio finalmente definió esto «quod illa verba divina Salvatoris omnem virtutem transsubstantiationis habent», ibid: «forma huius sacramenti sunt verba Salvatoris» en Denzinger, 10ª ed., nº 698-antigua nº 593). El cardenal Bessarion escribió después un libro «De Sacramento Eucharistiæ et quibus verbis Christi corpus conficitur, 1462, en P.G., CLXI, 494-525), al que respondió Marco Eugénico de Éfeso en un tratado con un largo título: «Que no sólo por el sonido de las palabras del Señor se santifican los dones divinos, sino (además) por la oración que sigue a éstas y por la consagración del sacerdote en la fuerza del Espíritu Santo.»
El Euchologion oficial de la Iglesia Ortodoxa tiene una nota después de las palabras de la Institución para explicar que: «Ya que los pronombres demostrativos: Esto es mi cuerpo, y de nuevo: Esto es mi sangre, no se refieren a las Ofrendas que están presentes, sino a las que Jesús, tomando en sus manos y bendiciendo, dio a sus Discípulos; por lo tanto esas palabras del Señor se repiten como una narración , y en consecuencia es superfluo mostrar las Ofrendas (por una elevación) y de hecho contrario a la mente correcta de la Iglesia Oriental de Cristo» (ed. Venecia, 1898, p. 63). Esto parece implicar que las palabras de Cristo no tienen parte en la forma del sacramento. Por otro lado, Dositheus en el Sínodo de Jerusalén (1672) aparentemente requiere tanto las palabras de la Institución como la Epíclesis: «Es instituido por la palabra esencial y santificado por la invocación del Espíritu Santo» (Conf. Dosithei, en Kimmel, op. cit., I, 451), y esta parece ser la teoría común entre los ortodoxos de nuestro tiempo. Sus argumentos a favor de la necesidad de la Epíclesis como, en todo caso, la parte perfeccionadora de la forma son:
- que el contexto muestra que las palabras de la Institución se usan sólo como una narración;
- que, de lo contrario, la Epíclesis sería superflua y engañosa: su misma forma muestra que consagra;
- la tradición.
Los puntos primero y segundo no son difíciles de responder. Las palabras de la Institución son ciertamente utilizadas históricamente («qui pridi quam pateretur, sumpsit panem…ac dixit: hoc est enim corpus meum», al igual que todas las formas orientales, es un relato histórico de lo que ocurrió en la Última Cena); pero esto no es prueba de que no puedan ser utilizadas también con eficacia y con un significado real. Dada la intención de hacerlo, necesariamente se utilizarían así. El segundo punto ya ha sido respondido anteriormente: la sucesión del tiempo en las oraciones sacramentales no implica necesariamente nada más que una representación dramática de lo que presumiblemente tiene lugar realmente en un instante (este punto es desarrollado además por Fortescue, «The Orth. Eastern Church,» pp. 387 sq.). En cuanto a la tradición, en cualquier caso sólo se trata de la tradición oriental. En Occidente ha habido una gran unanimidad en hablar de las palabras de la Institución como consagratorias, especialmente desde San Agustín; y la desaparición de cualquier Epiklesis real en nuestra Liturgia lo confirma. Entre los Padres orientales hay menos unanimidad. Algunos, en particular San Cirilo de Jerusalén, refieren la consagración a la acción del Espíritu Santo de una manera que parece implicar que la Epiklesis es el momento (San Cirilo, Cat. xix, 7; xxi, 3; xxiii, 7, 19; cf. Basilio, Sobre el Espíritu Santo 27 sqq.); otros, como San Juan Crisóstomo (Hom. i, De prod. Iudæ, 6: «Dice: Esto es mi cuerpo. Esta palabra cambia la ofrenda»; cf. Hom. ii, en II Tim. i), remiten claramente la Consagración a las palabras de Cristo. Hay que tener en cuenta que estos Padres se preocupaban de defender la Presencia Real, no de explicar el momento en que comenzaba, que siempre pensaron en toda la oración eucarística como una sola forma, que contenía tanto las palabras de Cristo como la Invocación, y que la afirmación de que el cambio tiene lugar por el poder del Espíritu Santo no muestra necesariamente que el escritor adscriba ese cambio a esta oración especial. Por ejemplo, San Ireneo dice que «el pan que recibe la Invocación de Dios no es un pan común, sino una Eucaristía» (Contra las herejías IV.18.5), y, sin embargo, inmediatamente antes (IV.18.4), explica que ese pan es el Cuerpo de Cristo sobre el que se dice la parte anterior de la Anáfora. El último argumento contra la Epíclesis como forma de Consagración es el relato de la Última Cena en los Evangelios. Sabemos lo que Cristo hizo entonces, y que nos dijo que hiciéramos lo mismo. No hay ningún indicio de una Epíclesis en la Última Cena.
Puede señalarse finalmente que más tarde, también en Occidente (desde el siglo XVI especialmente), esta cuestión suscitó alguna discusión no muy importante. El dominico Ambrose Catharinus (siglo XVI) pensaba que nuestra Consagración tiene lugar en una Epiklesis que precede a la recitación de las palabras de Cristo. Esta Epiklesis cree que es la oración «Quam oblationem». Otros pocos (entre ellos Renaudot) compartieron más o menos su opinión. En contra de ellos, Hoppe (op. cit. infra) demostró que, en cualquier caso, la Epiklesis sigue siempre a las palabras de la Institución y que nuestro «Quam Oblationem» no puede considerarse como tal. Él y otros sugieren una teoría mitigada, según la cual la Invocación (en nuestro caso el «Supplice te rogamus») no pertenece a la esencia del sacramento, sino de alguna manera a su integridad (accidental). Juan de Torquemada en el Concilio de Florencia (Hardouin IX, 976), Francisco Suárez (De Sacram., disp. lviii, 3), Belarmino (De Euch., iv, 14), Lugo (De Euch., disp. xi, 1) explican que la Invocación del Espíritu Santo se hace más bien para que Él santifique nuestra recepción de la Santa Eucaristía. Se trata de una explicación teórica que pretende dar cuenta del hecho de la Epíclesis, sin renunciar a nuestra insistencia en que las palabras de la Institución son las únicas que consagran. Históricamente y según el texto de las antiguas invocaciones deben considerarse más bien como expresiones dramáticamente pospuestas de lo que ocurre en un momento. Hay muchos casos similares en nuestro rito (ejemplos citados en «The Orth. Eastern Church», loc. cit.).
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Citación de la APA. Fortescue, A. (1909). Epíclesis. En La enciclopedia católica. Nueva York: Robert Appleton Company. http://www.newadvent.org/cathen/05502a.htm
MLA citation. Fortescue, Adrian. «Epiklesis». La enciclopedia católica. Vol. 5. Nueva York: Robert Appleton Company, 1909. <http://www.newadvent.org/cathen/05502a.htm>.
Transcription. Este artículo fue transcrito para Nuevo Adviento por Tim Drake.
Aprobación eclesiástica. Nihil Obstat. 1 de mayo de 1909. Remy Lafort, Censor. Imprimatur. +John M. Farley, Arzobispo de Nueva York.
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